EL CASTILLO DE LA ALEGRÍA
El frío ha llegado, el frío está aquí, el aire como un travieso duende de hielo sopló en mis mejillas.
Era sábado de cerro, de sabor a caminos de tierra que suben y suben, trepan por la ladera, de ir buscando el secreto y la nueva aventura que guarda la montaña, de mirar al mundanal mundo desde arriba, un poquito nada más, un poco más lejos y eso hace la abismal diferencia.
Cuando mis pasos llegaron al corazón del pueblo, ¡el mundo se detuvo! un instante, la feria estaba puesta, lista para soltar esa alegría efímera por unos días y festejar con ello al Santo Patrono, San Martín Obispo de Tours.
El silencio aún dormía, pero la luz del día hacia cosquillas mientras derretía al hielo y paraba al titiritar, los juegos infantiles ahí puestos, el castillo se levantaba y dentro un mar de pelotas. Alto, muy alto, desde ese lugar, donde las risas nacen redondas y rebotan de un lado para otro como si fueran chispas, mientras el cuerpo brinca en la gran algarabía.
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Pero el gozo mayor ahí estaba escondido detrás de todo ello, me fui acercando con mucho sigilo como el que espía un secreto muy bello y teme que al ponerlo en evidencia desaparezca.
Ahí justo en el medio, en ese espacio donde los espectáculos se volverían su centro lo coronaba un gran sol, el cielo se había llenado de banderines de colores en un gran mándala, enorme, mágico, juguetón que me invitaba a bailar bajo su sombra de matices que relucían.
La plaza ya no era la de siempre, estaba vestida para la fiesta, como si hubiera brotado de un sueño y lo plasmara en un arcoiris que se mecía con la brisa, para abrazar al Santo Patrono.
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La boca se me abrió, mis ojos se volvieron como dos lunas llenas, dos grandes faroles que se encendían y brillaban solo con mirar esa maravilla.
El azul y el rojo se tomaron de las manos, y el verde cantó en dueto con el amarillo, sentí como un cosquilleo que regocijaba al alma y, sin quererlo, el mundo giró. ¡Y yo giré con él!.
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Mi corazón era ahora un trompo de pura dicha, todo se iluminaba de tan solo verlo, hasta que el azul y el morado me abrazaron y el mundo parecía dar vueltas y yo estaba en el centro mientras mis pies asombrados danzaban sin detenimiento.
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Y así con mi corazón, dando vueltas y girando, como un juguete de feria retomé la marcha, mis pasos me llevaron hasta llegar a ese ansiado camino de tierra, donde los rayos de sol largos y dorados lo alumbraban y dejaba que trasmitiera ese remanso, que al estar cerca de la naturaleza eleva al espíritu y le da el sosiego para que repose.
El silencio fue roto por un coro de gallos audaces, trenzados en un desafío sonoro: «¡Quiquiriquí!», gritaban por doquier, compitiendo por despertar al día más temprano. Sus voces se respondían de cerro a cerro, mientras que, ahí, detrás de ese muro de tierra que iba atravesando, un burro lamentaba que con sus chillidos rompieran ese silencio de la mañana.
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Empecé a subir la escalinata larga que cada día parece crecer un poco más. La mano del progreso, con su gris cemento, intenta suavizar el ascenso, cubriendo el rostro de la Madre Tierra que tanto el adentro anhela trepar.
Al fin, llegué al sendero del cerro, y allí, la recompensa: un mar algodonado de azules me esperaba. La tierra se desvanecía muy despacio bajo mis pies, y mi ser comenzó a flotar, envuelto en ese encantamiento.
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Entre los azules claros y los profundos, fui subiendo, paso a paso, sin prisa. Me sentía hipnotizada, llevada por la suave seducción de lo que veía.
El aire se hizo dulce y el mundo un suspiro, navegué entonces en él hasta la cima, donde el cielo se abrió en un silencio perfecto para albergar en él a mi alma en tregua con la vida.
MÉXICO
NOVIEMBRE 2025
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