EL ADIÓS
El día estaba gris, desde tempranito en la mañana apenas amanecido lo teñía ese color. Había llovido toda la noche, esa lluvia boba que cae en gotitas y que ni siquiera puede volverse charco, solo moja, eso sí bendice al desierto y por muy ínfima que sea la caída, con el arte que guarda en sí mismo de aprovecharla, la absorbe, la agradece, y la guarda en sus entrañas. Más vale poco que nada.
Afuera estaba Coquita parada en uno de los hierros de las paredes, bajo ese maracuyá que se veía contento con esa bendición inesperada que llegaba, él sin decir nada, crecía, crecía, sacaba más hojas y se desplegaba. Él miraba a lo lejos, como si estuviera absorto en lo que se avecinaba, se me hizo extraño el verlo ahí, bajo la lluvia, sin moverse, sin pedir comida, eso sí en ese lugar que era su costumbre, cuando muchas veces después que la Ñandu su compañera siguió su viaje, él llegaba a añorar los tiempos vividos y a su muy querida tortolita, que la cuidaba con unos arrumacos muy especiales, la protegía, le enseñaba.
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Muchas veces en las noches cálidas, en los atardeceres eternos que teñían al cielo con colores pasteles, las dos «nostalgiábamos», metidas en las “saudades”, de lo que fue y ya no volvería a ser, sin lacerarnos, sencillamente el instante ameritaba recordarnos que existía aquello que nos hizo reír y llorar a la vez, y que aunque el tiempo nos arrancara de ese abrazo, seguíamos llevando ese sabor en la memoria, bello muy bello, como una música suave que aún se escucha cuando el silencio se llena de estrellas.
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La quedé mirando mientras las gotitas iban dejando como pequeñas perlas en mi cabeza, en mi ropa, como si fueran lágrimas que el cielo desprendiera, una dulzura que brotaba desde el alma como néctar, y en ese instante supe que la remembranza no era solo una evocación, sino un refugio mudo donde cada gota era una palabra susurrada al oído del corazón, prometían que aunque el mundo siga su curso, lo esencial permanece intacto en ese brillo diminuto que nos quedó grabado.
Fue un momento muy especial, había sabor a conclusión a un final terrestre y una unión que parecía ir más allá del tiempo, como si el universo se inclinara para escuchar. En ese silencio se dibujó la certeza de que, aun cuando todo cambie, lo vivido nos acompañará con una luz mansa, clara, y el latido de ese instante quedaría esculpido en el alma como una promesa sosegada.
Las gotas caían una tras otra, sin cesar ni esfuerzo aparente, sin detenimiento y sin sentirse que lo hacían, el suelo del patio se iba obscureciendo, un gris mucho más fuerte lo envolvía, mientras dejaba plasmada esa sensación que lo ineludible iba a suceder y la luz se apagaría.
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Sin embargo, en medio de esa penumbra una brisa fue la señal, como guía fue llevando a las nubes a que se abrieran dibujando un camino hacia lo que vendría y ellas cansadas de soltar el llanto tierno permitieron que una suave luz asomara, como si anunciaran una promesa de mañana.
Cada gota al caer parecía soltar un pequeño peso, hasta que la esperanza obstinada se aferró al pecho, haciendo resonar en él que incluso, lo inevitable puede abrirse hacia un nuevo comienzo.
MÉXICO
JUNIO 2025
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GRACIAS A TODOS!!!! SALUDOS!!!!


Tan bonito, poético y esperanzador.
Cuánto ves y sientes en cada pequeña cosa.
Me acordaba de Coquita 🙂
Abrazo, Themis
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Sí, ella esa tortolita que fue mi dulce compañera y que llegamos a tener una relación muy cercana. Gracias Eva, abrazo grande y me alegra saber de tí
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