EL SEÑOR DEL CONSUELO
Había llegado el día acordado para esa cita tan especial que suelo tener con la Hermana Luna, cuando se vuelve una esfera luminosa que brota de atrás de la montaña, ahí cerca del campanario a donde me gusta ir a refugiarme.
Se me había hecho tarde, así que salí como quien dice volando, pues no quería faltar al encuentro que habíamos acordado.
El día estaba caluroso y la luminosidad que entraba por la ventana auguraba que iba a ser un gran espectáculo de luces amarillas que resaltan, tiñen de ese color el ambiente en donde las sombras y las siluetas tienen su mágica y misteriosa entrada.
Iba andando y me maravillaba de que en cada momento las luces se transformaban y dejaban espacios de asombro para ser contemplados, más allá no me podía detener en ellos, los miraba a vuelo de pájaro pues lo que quería era llegar a verla en su máximo esplendor, en ese instante donde comienza a abrirse paso por ese firmamento sin estrellas, solo una lo engrándese y le regala la luz a esa maravilla que gira alrededor de la Tierra.
Trepé lo más rápido que pude esas rocas para llegar al campanario, ya cuando iba subiendo por la escalerilla ahí la vi que se asomaba, ya había nacido, no llegué a ese preciso instante en donde sigilosamente se muestra entre los centenarios cactus.
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Me senté a reponerme de la caminata y a contemplarla a través de uno de los pequeños arcos.
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-Ya llegué- le dije- mientras ella se elevaba y se veía pequeñita a la distancia.
Los amarillos que abajo se veían me llamaban con sus juegos de luces y de sombras junto con ELLA que emergía del vacío camino hacia lo alto recorriendo ese añil que la encumbraba.
Era como si juntos me dijeran:
-Sal de ahí, baja, ven a encontrarte con nosotros, no te limites a lo que habías preestablecido, viaja por la magia que el teatro de la vida plasma.
Sin detenerme a reflexionar, descendí y comencé a caminar rumbo a esa montaña, cuando de repente me vi en la cancha, pues los amarillos me gritaban, me encuentro mirándola desde el medio de ese terreno árido, donde la sombra refulgía con un aura dorada.
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Los pequeños detalles que la Vida regala así por nada, a todos, sin hacer diferencias, solo se necesita tener ojos para poder ver, maravillarse y agradecer ese permiso para el desahogo, para estar entre la belleza, esos instantes en donde no hay nada más importante que estar unidos a la inmensidad y volverse uno con ella.
Me fui acercando para verla más de cerca, contemplarla desde donde estaba la sábila ese prodigio de planta que estaba florecida con esa ternura amarilla.
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-Te espero en el patio de la casa- le dije- cuando aparezcas iluminando con tu claro de luna esta noche cálida
Ya había llegado la hora del regreso, me di la vuelta mirando a lo lejos a esa Iglesia del Calvario, donde un cielo rubio la rodeaba, era mágica la escena, en esa visión iba perdida cuando de repente así de la nada, una perra negra con sus dos cachorros vienen corriendo hacia mí, se paran frente, me empiezan a pedir caricias, se las reparto y salen corriendo para detenerse a unos pasos, para que la madre y el más vivas de los hijos salir disparados detrás de otros perros que por ahí andaban.
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Uno de los pequeñines se queda a mi lado, me mira como si lo hubieran abandonado, se veía que no podía seguir el ritmo que los otros tenían y era el eterno rezagado.
Más allá se veía una mamá demasiado joven, una cachorra todavía, madre adolescente, me quedé junto a él pues su llanto de desamparo me conmovió, mientras una música de órgano se dejó sentir en el aire, llamaba a escucharla.
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La madre regresó, se acercó, me dio un último saludo, unas caricias, recogió a su hijo y los tres al trote cruzaron la calle y entraron a su casa.
Con una sonrisa dibujada en el rostro, comencé a seguir a la música que me envolvía y enaltecía aún más ese momento donde el Hermano Sol se retiraba y la Hermana Luna afloraba, ¿qué más se podía pedir?. Me detuve a unos pasos de la puerta, ahí me quedé, una descarga de petardos explotó en el aire haciendo eco por todo el valle.
-Si quiere acercarse- me dijeron- van a empezar a cambiarle la ropa al Señor del Consuelo.
Ahí me quedé en la entrada viendo la ceremonia que a muy pocas personas alcanzaba ya que con el tiempo que se vive en donde no es conveniente congregarse, no se invita a que asistan.
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La melodía, la luna, las luces amarillas, el Señor del Consuelo, todos se juntaban para darle a ese día un dejo muy especial, como si fuera mandado por los cielos.
Era hora de irse, Tonatiuh se había retirado dejando un cielo ambarino como regalo, que vestía con una capa al pueblo en su período dorado.
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Con paso lento, sosegado, como teniendo todo el tiempo del mundo fui andando, agradecía esos instantes que me habían otorgado, ese remanso para el alma en estos tiempos inciertos que nos ha tocado vivir.
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MÉXICO
EN BUSCA DE LAS SOMBRAS AMARILLAS
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GRACIAS A TODOS!!!! SALUDOS!!!!
Gracias por rebloguear, un abrazo
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Gracias por rebloguear, saludos
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Qué idílico. Casi me encontraba allí, fumándome un porro y dándole a la cerveza.
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La verdad que te la hubieras pasado muy bien, y hubieras decolado en un muy buen viaje, un abrazo
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Parece que a ese lugar también le gusta cambiar el color el cielo que lo arropa. Me encantan los pueblos que se visten con el producto propio de la tierra, Como si evitaran el deseo de aparentar de lo que carecen. Un abrazo.
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Son muy hermosos, esta época del año me gusta mucho pues el amarillo dorado se hace cargo y hay veces que parece que estás pasando a otro espacio, muy de cuento, de fantasía, por eso creo que publico mucho sobre ello. Gracias Carlos por la forma en que lo plasmas, un abrazo
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Tiempos inciertos y duros pero la belleza, por suerte, sigue presente.
Preciosas fotos y bonito paseo el que te diste.
Abrazo, Themis.
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Gracias Eva, asi es la belleza sigue, siempre está ahí para ser encontrada para los que tienes ojos para ver, no importa lo que se esté pasando hay que darle alimento al alma. Un abrazo y pásala rico
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