«La vida del hombre surge del infinito
y se dirige a la eternidad
la madre naturaleza es lo visible de ese
origen.
En este sitio honramos
a quien nos dió la vida…»
Escrito en una placa en la plaza de Zapotitlán Salinas
Venía el Año Nuevo y se prestaba para salir a encontrarlo en algún lugar, que no estuviera muy lejano de donde vivo, que hubiera algo que convocara para empezar el nuevo ciclo, que fuera barato, que hubiera lugar y que no fuera turístico.
Dándole vueltas para dónde dirigir los pasos se apareció delante casi sin buscarlo: LA RESERVA DE LA BIOSFERA TEHUACAN-CUICATLÁN, el desierto, lo que antes fue un gran mar, donde se unen: «El Lugar de Dioses» Tehuacán con «La Tierra que Canta», Cuicatlán, dicen que en este lugar los Dioses son los que cantan y no es de extrañar, pues es la entrada a otra realidad.
Cuando viajo desde Huautla a Tehuacán siempre me llama la atención que pasando Teotitlán, entrando en el desierto que ya nos indica que estamos en otro Estado, en Puebla, a lo lejos se divisan una serie de cerros con una cantidad de pequeñas formas verticales, como si fueran custodios de algún tesoro escondido por las inmediaciones. Son kilómetros de ellos, por momentos más cercanos, por momentos se alejan, es una forma repetitiva que hace que uno se pierda.
Siempre me quedo extasiada mirándolos, más cuando la lluvia acaba de bendecir al suelo y ha limpiado la tierra depositada en ellos, es como si los hubieran ofrendado con uniforme nuevo, de un verde intenso, mientras el autobús sigue rumbo a su destino, no desprendo los ojos de ese paisaje.
Desde hace años me digo:
– Quiero llegar ahí, caminar entre esa formación, verlos desde cerca, saber quién son, cómo son, de dónde vinieron- pues se me hacía la entrada a un universo mágico, otro mundo dentro de este gran mundo, donde la aridez del desierto se ve embellecida por esas columnas verdes que parecen plantaciones de menhires naturales, herencia de los Tiempos.
Sin embargo no había llegado el momento, hasta ahora que se abre el paso a conocerlos.
Como venidos de otros tiempos o de otro espacio-tiempo guardan consigo la historia de la existencia de la Vida, ya que se encuentran en nuestra Tierra desde esos primeros principios de las plantas, para luego ir evolucionando y transformarse en lo que hoy son.

Antes muy antes esas tierras fueron un gran océano, esas enormes montañas estaban muchas de ellas bajo agua, cuando afloraron hace millones de años atrás, quedó resguardado en ellas la historia del fondo marino, donde en la actualidad un desierto de fósiles es parte del entorno, al igual que las huellas de dinosaurios petrificadas que se han hallado, cuando estos habitaban por la zona.
Los cactus columnares son grandes cactus, longevos, esbeltos, fuertes que ni el viento puede con ellos, sabios, muy sabios, supieron sobrevivir a todas las inclemencias por las cuales la Tierra pasó cuando la vida comenzó a salir del agua y a conquistar la tierra hasta llegar a hoy en día, al punto en que se encuentran, cuando el clima era tropical y ellos tenían hojas que luego frente a la sequía tuvieron que cambiarlas por espinas para ahorrar el agua que cada día llegaba menos y es una obra maestra del abordaje de la sobrevivencia, de la resistencia y del arte de cambiar de acuerdo a las circunstancias.
Ellos ahí siguen, tratando de sobrevivir a todos los cambios naturales que se fueron gestando a lo largo de su existencia.
Llegué a Tehuacán y en la misma terminal de autobuses me subí al que me iba a conducir, en la carretera observaba la cantidad de cactus que se extendían por un lado y por otro del camino, una visión de una belleza que por momentos sorprende, pues al observarla apaga todo el diálogo interno y nos va sumiendo en un mundo que nos cautiva y hace que la percepción se expanda o por el contrario nos aterra y nos aparta.
Llegué a Zapotitlán Salinas, un pequeño pueblito que es portal a esta gran Reserva, terroso como todo pueblo que se preste de vivir en un desierto, donde el calor se deja sentir con ímpetu a pesar de ser invierno, para luego en la noche desplomarse, aunque en esta estancia fue bastante discreto, benigno y dejó disfrutar de sus noches con estrellas.
El pueblo se extiende a lo largo de la carretera y unas cuadras para ambos lados, busqué el lugar donde me iba a hospedar quedaba para arriba en la montaña.

El sol estaba quemante, fui caminando lentamente y a lo lejos se divisaba el letrero que anunciaba el hospedaje. No era buena hora para andar transitando al aire libre, tenía la garganta reseca, llevaba mucha hambre, no había desayunado pues el camino de bajada es tan serpenteante que el estómago se da vuelta.
Al fin llegué, me hospedé y me llevaron en auto hasta el restaurant para mostrarme donde se encontraba y todos los puntos importantes del pueblo, para sorpresa dimos una vuelta hasta el Jardín Botánico bajamos por un camino donde las enormes columnas, enormimísimas se levantaban a los costados mostrando la pequeñez de uno, muchos de ellos con edades de 200 o 300 años, dicen que hay algunos que lo superan.
Se abrió frente a los ojos un panorama de una belleza prodigiosa, que sólo la boca abierta daba cuenta de ello, fue mi primer acercamiento a encontrarme rodeada de estas presencias, de esas entidades que dan cuenta de los tiempos.

Aún con los ojos impregnados de esas visiones, llegué al restaurant donde la sed se hacía sentir y el primer ofrecimiento fue un agua, un agua del desierto, realizada con frutos que los cactus regalan, el garambullo nunca había sentido hablar de él, lo desconocía.
En eso una jarra de un litro de ella de un intenso color magenta aparece frente a mis ojos, me quedé observando ese colorido que frente a los sepias y grises del entorno, brinca de tal forma que se hace notoria, atrae y me serví mi copa, con cierta precaución bebí unos sorbos, para sin ningún remilgo echarme el resto.
Fue como si el cuerpo vibrará y se levantara en un instante con una cierta sensación de contento, de hidratación, de sentirse que estaba bebiendo un elixir, un elixir de los dioses, que esa tierra regala.
Después de tener mi «panza» saciada, mi cuerpo hidratado, fui camino de regreso al hospedaje, dando una vuelta por el pueblo, donde fui conociendo sus calles, su parque, su iglesia adornada para las fiestas decembrinas, lo cual quedará para contárselo en la próxima vuelta.
Zapotitlán Salinas
Estado de Puebla
México
2019
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GRACIAS A TODOS!!!! SALUDOS!!!!
Muy interesante tu relato, felicidades! Sin duda es un lugar maravilloso ese rincón del estado de Puebla. Pero algo muy importante es que ninguno de los cactus de esa región es llamado saguaro o sahuaro, ese nombre común corresponde al cactus llamado Carnegiea gigantea que crece en Sonora y Arizona. Los cactus columnares en Zapotitlán son llamados tetechos, jiotillas, cardones, etc., dependiendo de la especie. En esa región hay al menos 14 especies diferentes de cactus columnares pero ninguno es saguaro. Saludos
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Un pueblo de supervivientes que alza sus brazos al cielo y generoso ofrece consuelo al sediento, que gran ocasión para reflexionar, gracias por compartirla. Un abrazo.
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Así es Carlos, son presencias que oran, con sus brazos hacia el Cielo, son como las antenas que conectan. Un abrazo
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Después de beber su agua ya eres un poco saguara.
Como siempre me encantan tus relatos y descripciones y el sentido espiritual que impregna mucho de lo que cuentas.
Besos, Themis.
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Ya no son saguaros me hicieron la corrección ahora son cactus columnares, suenan aún más profundos, más de otro planeta, por lo menos así se me hace. Un abrazote
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