EL PUEBLO AMARILLO
Todo comenzó una mañana cuando desperté y me sentí dentro de un pueblo amarillo, tenía la visión de haber recorrido sus calles en un autobús mientras una amiga me acompañaba. Muy impactante fue para mí el percibirlo pues no estaba segura si había sido un sueño o realmente había estado ahí, era demasiado vívido como para no ser real y por otro, estaba muy alejada de un lugar como ese.
Me encontraba en una montaña, en la selva, lejos del mundanal ruido e inmersa en un espacio que nada tenía que ver con una ciudad o pueblo y por otra parte lo más cercano que se tenía a algo por el estilo quedaba como a cinco horas.
Tenía la duda si no lo había recorrido en un viaje con esa amiga a la Península de Yucatán, algo lo asociaba con ella, sin embargo pensaba que lo recordaría de otra forma. Más allá que quedé con esa impresión que no solo impregnaba mis retinas sino también lo hacia con mi interior, me inquietaba como si fuera algo diferente a lo que estaba acostumbrada, pero bueno, en ese espacio que me encontraba los sueños se tornaban de otra manera y podían llegar a ser tan reales como si uno caminara en ellos.
Eso si, apenas bajé a la ciudad en donde había teléfonos y forma de comunicarse con el exterior, la llamé, le pregunté y me dijo que no, que nunca habíamos cruzado siquiera un pueblo así.
Pasó el tiempo, una vuelta que iba a salir por un tiempo de esa comunidad perdida en los confines del tiempo, donde la vida como era un dicho muy común en aquellos lugares: «era muy otra», para poder equilibrarse entre las dos formas de existencia, generalmente nos deteníamos en un pueblo intermedio: Palenque, en un camping en el centro de la selva, cerca del centro ceremonial y las ruinas arqueológicas que lo hacen famoso.
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Ahí se colgaba la hamaca yucateca bajo unas palapitas que había y se quedaba todo el tiempo que se necesitaba, durmiendo entre los árboles que en las noches se llenaban de cocuyos que prendían y apagan sus lucecitas, semejando como las que adornan los pinos de Navidad y en el amanecer los monos saraguatos con sus gritos eran el despertador que anunciaban que ya era la hora de levantarse.
En aquella época era un espacio muy rústico, donde los techitos estaban separados unos de otros, por dentro se podía pasar a las ruinas simplemente atravesando un pedazo de selva y en un ratito nomás se estaba inmerso en ese descomunal centro ceremonial, sin gente, sobre todo cuando se iba antes de que abrieran o a la hora del cierre.
Eso ayudaba como parada de seguridad o descompresión, como hacen los buceadores antes de aflorar a la superficie, pues realmente eran necesarias para irse habituando y no resentir el cambio de vibraciones, mientras uno se acercaba a esa nueva «civilización», emergiendo de otra, de otro mundo se podía decir.
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Con mi compañera de trabajo íbamos a tomar rumbos diferentes, ella saldría hacia Mérida en Yucatán y yo rumbo al Caribe. Me instaba para que me fuera primero con ella.
Un día salimos al pueblo de Palenque para comprar los pasajes, seguía con su insistencia, hasta que al final le dije:
-Está bien, me voy para donde salga primero el autobús.
El que salía primero era el que iba rumbo a Mérida, así que cumplí con lo que había prometido. Total mucho apuro no había y luego de ahí, hacía otras cinco horas a donde yo iba. Lo único que variaba era la parada, que podía servir como un descanso, pues la cantidad de horas de viaje serían las mismas.
Allá llegamos a Mérida, a la Ciudad Blanca, hermosa por donde se la mire, con su rica herencia maya y colonial, unas de las ciudades más seguras de México. Eso si, el calor es por momentos agobiante.
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Al llegar a la casa a la que íbamos, después de acomodarnos, nos sentamos a tomar un café en la mesa del comedor, donde había una serie de fotografías desparramadas sobre ella y ahí para mi gran sorpresa estaba:»el pueblo amarillo» retratado.
Sin ninguna espera pregunté en dónde se encontraba, como se hacía para llegar a él, era como si el fantasma que llevaba dentro se hubiera develado, como si ese viaje había sido fraguado por el universo para que llegara a ese pueblo de mis sueños o de esa realidad extraña que a veces me sorprendía, en donde me sentía como en el medio de una franja en donde no era ni el soñar, ni la mal llamada realidad.
La confabulación andaba suelta y llevaba a aceptarla para seguir en esa aventura que la vida tenía preparada, quién sabe con qué propósito, pues a veces ellos se encuentran bien distantes de nuestro entendimiento como humanos, que usamos más que nada la mente y el razonamiento para acoplarnos al misterio que nos rodea, sin permitirnos seguir las señales que nos van dejando a nuestro paso, tal vez, en los lugares más insospechados, alejados de los caminos de nuestra búsqueda. Esos mensajes que nos llegan por diferentes medios y que al no ser razonablemente entendibles con los parámetros que manejamos, los dejamos de lado, para seguir por la huella de lo conocido.
-Ese pueblo se llama Izamal, está como a una hora de aquí, fuimos el fin de semana pasado y estas son las fotos que tomamos- contestaron
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No daba crédito haberlo encontrado de esa forma y ya me andaba por querer llegar a él, más allá que primero había que hacer tierra, para lograr las energías necesarias para llevar adelante la acción que ameritaba.
Así, luego del descanso, de estar ya un poco más sincronizada con ese mundo que rodeaba, no en calidad de turista que es otra perspectiva para entrar a ámbitos diferentes alejados de la cotidianidad, sino sumergiéndose en lo profundo de ellos, siguiendo las huellas, los mensajes, las señales y los motivos por los cuales hay que zambullirse … partimos.
CONTINUARÁ…..
MÉXICO
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Agradezco las fotos tomadas de internet
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